La entrada en aquel atelier era como transportarse a otro
mundo, cuando se abría aquella hermosa puerta cristalera que daba paso hacia el
interior de aquella estancia, los ojos se dispersaban por todos los anaqueles
llenos de preciosas telas. En ellos se encontraban las más suaves sedas
naturales, los guipures más finos, los tules de diversos colores, las batistas,
los santunes, en fin, un innumerable catálogo de tejidos que dejaban con la
boca abierta a toda persona que allí entrase.
Según se iba adentrando en el local,
también se veían almacenadas, cintas, puntillas, encajes, cremalleras y todo lo
que se pudiese necesitar para la confección de los exclusivos modelos que doña
Paquita confeccionaba para sus clientas, que dicho sea de paso pertenecían a la
más granada sociedad del país. Por otro lado, el olor que desprendían todas
aquellas texturas era tan delicioso que con solo arrimarse a cualquier estantería
se podía adivinar con los ojos cerrados a que clase urdimbre pertenecía ese
aroma.
Las variadas hilaturas bien
almacenadas como si no tuviesen importancia y sin embargo tenían mucha a la
hora de confeccionar cualquier prenda, debía de ser el color exacto y el grosor
pertinente para no destacar sobre el paño. No era fácil coser en aquel atelier
si no se era una experta modista.
Ariadna, pasaba todos los días por la
puerta del taller y se quedaba embobada mirando todo lo que desde la calle se
veía, así como los modelos que se exhibían en el escaparate. Era una jovencita
de catorce años, rubia con una larga melena, una cara como de porcelana, ojos
azules y la figura más esbelta que jamás nadie hubiese podido imaginar.
Como toda muchacha de esa edad, soñaba
con algún día poder lucir alguno de aquellos modelos que parecía hechos
exclusivamente para princesas. Un día se decidió a entrar en aquel comercio y
ver de cerca todo lo que allí se vendía y como un autómata fue recorriendo
todos los pasillos, admirando con la boca abierta todo lo que allí se
encontraba expuesto. De pronto una dependienta se le acercó y viendo la
juventud de la chica, le preguntó con delicadeza si podía ayudarle en alguna
cosa. Ariadna, sin pensárselo dos veces le dijo muy segura de si misma.
-Deseo ver a doña Paquita, la dueña
del negocio-
-¿Perdona niña, pero me puedes decir para que deseas verla? Es
una persona muy ocupada y no creo que quiera perder el tiempo contigo-
-Señorita, no creo que sea perder el
tiempo, cuando lo que vengo a proponerle es trabajar para ella, quiero aprender
todo lo que ella sabe y lo haría por una mínima cantidad de dinero-
Bueno pues has de esperar un momento
que voy a comunicárselo.
La
dependienta se metió hacia la trastienda y al poco rato salió y se dirigió a
Ariadna.
-Me dice doña Paquita que ahora está
ocupada con una importante clienta, pero si no tienes prisa, en cuanto termine
de atenderla, te hará pasar a su despacho para que puedas hablar con ella-
Así lo hizo Ariadna, se esperó lo que
hizo falta y al cabo de un rato, la dependienta le hizo pasar al despacho de
doña Paquita. Una estancia sobria en donde la dueña del atelier atendía a sus
clientas, en esa habitación además de ser despacho, había una inmensa mesa en
donde doña Paquita mostraba las telas exquisitas adecuadas para hacer los
mejores trajes que le encargaban.
La chica expuso a doña Paquita su
deseo de trabajar para ella y esta aceptó de buen grado pues vio la buena
disposición que Ariadna parecía tener. Le dijo que tendría que comenzar desde
abajo, es decir pasando hilvanes, cosiendo algún botón, pero todo con suma
delicadeza pues todo lo que allí se cosía era de géneros muy delicados y de
alto precio.
Quedaron de acuerdo en que los tres
primeros meses estaría a prueba y no recibiría nada de sueldo, si lo superaba,
sería entonces cuando hablasen de salario. Ariadna, salió del atelier dando
saltos de alegría, sabía que su madre aprobaría su decisión ya que los estudios
no eran lo suyo.
Llegó el día en que comenzó su trabajo
y se sentía feliz entre aquellos tejidos de tan alta calidad. Doña Paquita le
fue diciendo como tenía que pasar los hilvanes y casi le tuvo que enseñar a
enhebrar la aguja. Ella, cada vez que lo hacía, cortaba unas hebras de hilo tan
largas que se le enredaban y rompían a cada paso. Entonces doña Paquita, con
suma paciencia, le dio un trozo de tela de poco valor y una bobina de hilo de
cualquier color y le fue enseñando los trozos de hilo que debía cortar y como
debía hacer para pasar el mismo por la tela en puntadas iguales para que no se
le estropease. Dio muy buen resultado ya que era una chica muy espabilada,
aprendía con mucha facilidad, en pocos días había aprendido a cortar bien el
hilo y sorprendiendo tanto a Doña Paquita como a las demás oficialas y aprendizas,
sus hilvanes, pasado de hilos e incluso encarar prendas. Tenía asombradas a
todas sus compañeras, su forma de aprender era extraordinaria, fina y parecía
que esa prenda que ella estaba confeccionando lo estaban haciendo los ángeles
de tan delicadamente que era cosida. Casi desprendía envidia pues con el paso
del tiempo se fue convirtiendo en la favorita de doña Paquita. Cada costura que
hacía Ariadna era diferente a la de todas las demás. El hilo de Ariadna era el
mejor aplicado en cada prenda, por eso era que todo lo más fino y más delicado
que se cosiese a mano en aquel atelier, era siempre encargado a ella.
PILAR MORENO 1 marzo 2018
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